
Hacia la segunda mitad del siglo XVII, un monje francés llamado Perignon descubrió lo que se podía hacer con la corteza del árbol de alcornoque.

Millones de botellas en todo el mundo son preciosamente resguardadas por un corcho. Se habla de las propiedades del vino, del terroir, de la importancia de los enólogos y de las variedades pero ¿y del corcho? La historia es sencilla y la producción de estas tapas naturales no ha cambiado su fundamento pues sus propiedades son realmente especiales e irrepetibles hasta ahora.
Una más de las bondades de la naturaleza. Los tapones de corcho se elaboran a partir de la corteza del árbol de alcornoque, que tiene una vida de hasta 200 años y cuyo fruto, la bellota, alimenta al cerdo ibérico y por ende da sabores y aromas a jamones ibéricos. El alcornoque vive en la zona de los bosques mediterráneos, principalmente en Portugal y España -mayores productores en el mundo-, aunque también hay en Italia, Marruecos, Argelia, Túnez, Libia, Egipto y Líbano.
La primera cosecha de corteza de alcornoque útil para el corcho inicia a los 35 años de edad del árbol. Las cosechas se realiza más o menos cada diez años, cuando la corteza es robusta para extraer el corcho y con ello conservar un vino. El asunto no es menor, largos tiempos, procesos artesanales y hoy, cierto peligro en la vida de estos árboles por su enorme demanda.
Durante siglos, los locales utilizaron el bosque mediterráneo para extraer leña y madera, pero hacia la segunda mitad del siglo XVII, un monje francés llamado Perignon -que después da nombre a la reconocida Champagne- descubrió las cualidades especiales que esa materia daba para cerrar las botellas de vino y comenzó toda una nueva industria y destino del alcornoque.
Los tapones de corcho permitieron a partir de entonces no sólo guardar y almacenar vinos de manera segura, sino añejar el vino durante períodos prolongados y con ello otorgarle otras propiedades que desarrollan después de ser embotellados.